Impresiones sobre «Mi nombre es Aran» – Por Javier Solís

Una tarde, al volver del trabajo, me entregó el conserje del edificio un paquete remitido por una amiga, deliciosamente dada a realizar, de vez en cuando, regalos en momentos inesperados. Quizás sea una de las cualidades más valorables de cuantas componen una persona. Lo abrí con una emoción palpitante en el pecho, henchido con la ilusión de un niño, y descubrí un libro de tapas verdes, diminuto, impregnado de olor a viejo y a página amarillenta, crujiente, un volumen que yo imaginaba extraído de una estantería polvorienta en la que alguien lo dejó cuidadosamente olvidado, tiempo atrás, junto a otros muchos que aún aguardan en esa biblioteca ficticia. En la primera hoja había dibujado un árbol, un granado borde surgiendo de entre los entresijos de un plano imposible más allá de la esquina inferior. Era delicado, de pequeñas hojas verdes y rojas, y su contemplación me hizo sonreír.

Me terminé la novela esa misma noche, después de cenar, apenas un suspiro junto a un vaso de vino y mi reflejo casi inerte frente a la tele apagada. No supe por qué, pero la lectura de esta obra de William Saroyan me insufló de una cierta alegría fascinante. Supongo que, como suele ocurrir en estos casos, existió una importante carga de empatía hacia las aventurillas del niño protagonista, ese chaval que aprende a través de los insólitos mensajes que le transmiten los aún más insólitos personajes con los que se topa. Refleja lo maravilloso que es afrontar con sencillez los comportamientos o actitudes que, perdida la inocencia de los ojos de la infancia, se perciben como conductas estrafalarias, raras, dotadas de un punto de locura que tendemos a denigrar y a evitar. También es un retrato directo, pícaro y divertido de la sociedad campestre del sur de Estados Unidos a principios del siglo XX, un esbozo acerca de las sinergias de habitantes de aspiraciones sencillas, humildes, envueltos en la mezcolanza de una época en la que empezaban a intuirse los rumores que desembocarían en los estallidos del progreso de los años venideros. Aunque entrelíneas puede percibirse la ironía, la crítica susurrante a ese planteamiento un poco supersticioso y despreocupado de la época, existe algo de inocente en el mundo que Saroyan nos describe, algo de virginal y quizás ingenuo, como si los personajes que deambulan por esta novela fresca y veloz se hubieran mantenido al margen de la oscuridad que emponzoña muchos de los objetivos y planteamientos del ser humano, de su afán de autosatisfacción, progreso y prosperidad por encima de todo. Y es que sólo en un lugar así, tan puro, alguien podría decir alegremente, como hace el tendero que Aram se encuentra el día que va a nadar a la acequia: “me trillarán, me sembrarán, me echarán a una hoguera, me quemarán, me fusilarán contra un árbol, y ¿qué más? Me meterán en una caja, creo que era esto; me cortarán como a una parra y me comerá racimo por racimo una niña de quince abriles”. Y quedarse tan ancho, ignorante o indiferente de si acaba de pronunciar una genialidad indefinible o la tierna locura de un hombre cualquiera, anónimo, perdido y cómodo en algún punto indeterminado inhóspito y desamparado del vasto e inconmensurable sur de California.

 

Crítica realizada por Javier Solís

jsolisros@gmail.com

«Mi nombre es Aran» (William Saroyan)

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